Llegó por la derecha como una ráfaga ciega. Era plena noche, la una o la una y media, no más. El cruce estaba en plena oscuridad, ni un foco parpadeante a esas hora. Y solitario. Por eso la ráfaga sin luces pareció más ciega. La ráfaga llegó exactamente cuando yo estaba a punto de librarme, y al llegar era ya un viento poderoso. Y el viento sopló en mi reojo y me volví veloz, girando, girando, girando en un laberinto de neones mortecinos. El mundo se paró de golpe y sólo se oía aquella canción sonando en la radio como una burla al desastre, como para impedir que la tragedia se materializase. La apagué y el silencio zumbó espeso.
No sé cómo llegó ella hasta allí. Fue la primera. Lo miraba todo con parsimonia “Sal” me dijo y mi brazo izquierdo empezó a buscar el cinturón. Pero aquel no era mi brazo, sino otro muy distinto ajeno y torpe que vacilaba en la búsqueda del botón. Ella se reía suavemente, “Sal ahora” mirándome desde el salpicadero. Y salí. Salí al tiempo tibio y aturdido de esa primavera reciente. Había llegado gente. No hacían nada, no decían nada, sólo miraban compasivos esperando que ella rematase la faena, pero no lo hizo, salió, me devolvió las gafas y la voz. “Cinco. Ahí te quedas. Llegan los inútiles con sus bonitos uniformes, sus luces destellantes y sus leyes y sus ciencias incapaces. No pasa nada. No te preocupes, a los otros tampoco les ha pasado nada. Este es otro regalo. Cinco. Ahí te quedas.”.
1 comentario:
Guau!!! ¿Cómo se veía ella? Siempre quiero saberlo...
Publicar un comentario