domingo, 4 de julio de 2010

DOÑA AURITA, MI MAESTRA.

Doña Aurita, mi maestra, que era muy recta nos hizo llorar una tarde de nuestros siete años. Doña Aurita, mi maestra, que siempre nos hablaba dulcemente, en voz baja, nos gritó desaforada aquella tarde. Entre tanto grito, comprendimos que el motivo del enfado de doña Aurita, mi maestra, era que habíamos ofendido a Dios. Aunque yo no había visto nunca a Dios, lo había ofendido y esa posibilidad de ofender a alguien con tanto poder y sabiduría, y que estaba en todos los sitios, aunque yo no lo viera, me asustaba con una congoja que yo no era capaz de confesar a nadie. Aquella ofensa que según doña Aurita, que era mi maestra, yo había inferido no sólo había sido horrible, sino irreparable, porque yo no tenía ni idea de cuál había sido ni sabía qué había que hacer para borrarla. En casa andaba mohíno, con los amigos hablaba casi en secreto, como a punto de pasar definitivamente a la clandestinidad pecadora, recelaba de que alguien me pudiera señalar como el culpable de la tristeza de Dios, de la cólera de Dios, de la venganza de Dios.

El domingo de esa semana, el cura trajo la solución durante la misa. Todo había sido culpa de algunos chicos, cuyos nombres no se supieron nunca ni tampoco que yo estaba entre ellos, que habían pasado junto a la iglesia hablando fuerte. Pero Dios que era magnánimo y bueno, perdonaba aquella ofensa.

Yo llegué a varias conclusiones. Para ver a Dios o comunicarse con él había que ser cura o maestro. No se podía hablar a gritos cerca de una iglesia. Dios, cuando se enfadaba, se enfadaba con todos y te asustaba de manera mortal. Y por último, que yo era alguien importante, tanto que le di un quebradero de cabeza a Dios y que aquello pudo significar el fin del mundo. Y eso, a partes iguales, me producía susto y vanidad.

Si doña Aurita, que era mi maestra, viviera, sufriría de nuevo con pesadumbre y tristeza infinita al ver que yo, ayudado por los jubilados, pensionistas, enfermos, menesterosos, obreros sin cualificar, he sido el causante de la crisis económica mundial. Lo dicen los bancos, los mercados financieros, los corredores de bolsa, los multimillonarios, los grandes inversores, el banco central europeo, los lobbies, las multinacionales. Y esos lo saben, porque ven a la Economía y pueden hablar con ella. A mí sólo me queda, pedir perdón, pasar a la clandestinidad o apechugar y pagar esa crisis mundial que he causado. Los políticos, que son muy buenos, nos han prometido que por un poco más de sueldo, solucionarán esto en una docena de años, o tres, y que por un coste adicional de tocientosmillonesdeuros nos permitirán ver fútbol en la otra punta del mundo que eso es lo mejor para quitar las crisis. ¡Qué buenos e inteligentes son! Seguro que además ellos también ven a Dios y comentan con él. Espero que no les cuente lo mío.

¡Ay, si doña Aurita, mi maestra de los siete años, me viera! Diría, como don Jorge Luis, que soy incorregible.

jueves, 1 de julio de 2010

CANTO AGRÍCOLA

Ya no me cabe duda. Si algo merece un canto, una loa, una oda, es la agricultura. La agricultura con sus múltiples aplicaciones inmateriales. La agricultura de desdicha, tan preciada para los que se labran su propia desgracia; la agricultura del devenir, para los que se labran un futuro; la agronomía pura para los que en lugar de granjear tiernos corderos, granjean enemigos, enemistades duraderas y desconfianzas múltiples, frutos todos de esencias superiores.
Y como la duda no me cabe y debo expulsarla de mí, me retiro a loar, odar y cantar a la agricultura que honra a Moneta (¡Qué curioso!).