Lo único disponible en aquel momento debió de ser el don de la inoportunidad. Siempre fallé las preguntas de la vida cuando se me proponían y, por supuesto, tampoco acerté con sus respuestas.
Únicamente se me ocurrían cosas como ¿A quién se le pueden contar las cosas que nadie quiere oír? o ¿Quién escuchará las bobadas sin importancia del insignificante?
Tampoco tuve el don de los números, que es mucho más adecuado para vestir las mentiras que fabrican los silencios inútiles del fracaso inconfesable. Los números son muy útiles. Son melodía y color y líneas porcentuales y complicaciones de la sabiduría y dominan el mundo y muelen las piedras y doblegan las nubes y acallan los terremotos y aquietan el corazón y endulzan la muerte.
Sólo llegué a hacerme con un saldo de adjetivos que siempre uso a destiempo. Inútiles en el momento justo, poco propicios para el oficio de vividor.
¡Qué don de la palabra ni qué...!