viernes, 30 de septiembre de 2011

PARA EL OFICIO DE VIVIDOR.

¡Qué don de la palabra ni qué...!
Lo único disponible en aquel momento debió de ser el don de la inoportunidad. Siempre fallé las preguntas de la vida cuando se me proponían y, por supuesto, tampoco acerté con sus respuestas.
Únicamente se me ocurrían cosas como ¿A quién se le pueden contar las cosas que nadie quiere oír? o ¿Quién escuchará las bobadas sin importancia del insignificante?
Tampoco tuve el don de los números, que es mucho más adecuado para vestir las mentiras que fabrican los silencios inútiles del fracaso inconfesable. Los números son muy útiles. Son melodía y color y líneas porcentuales y complicaciones de la sabiduría y dominan el mundo y muelen las piedras y doblegan las nubes y acallan los terremotos y aquietan el corazón y endulzan la muerte.
Sólo llegué a hacerme con un saldo de adjetivos que siempre uso a destiempo. Inútiles en el momento justo, poco propicios para el oficio de vividor.
¡Qué don de la palabra ni qué...!

lunes, 26 de septiembre de 2011

AL RUMOR QUE ACUNA LA HIERBA

Un día de estos, al fin, me propondré no leer más, ni comprar un libro que me cuide la sombra al final del brazo. Y no leeré, porque el fracaso también se encarrila por renglones que van de la ignorancia a la fatiga, por raíles de nada y de desidia etiquetados y debidamente contenidos en perfecta geometría bastardilla.
Ese día, que digo y que no llega, dejaré de molestar cada tarde mi exigua biblioteca y permitiré que se extingan los ecos de cada palabra, de cada sílaba, de cada letra. Apagaré mi boca al dictado, mi mano al trazo y mi oído al rumor que acuna la hierba.
Ese día firmaré la página en blanco con que saldo la cuenta y diré al oído de quien me asista el nombre impronunciable del amor, de la pasión, de la calma y de la belleza. Y lo condenaré a recuerdos que ni siquiera sospecha.

martes, 6 de septiembre de 2011

18 minutos.

Ya no quiero despedirme más. Despedirse no tiene sentido si no vas a volver o si no te llevas algún recuerdo. Ahora sé que ya no voy a volver. No tengo de quién despedirme. Y serían pura mierda los dos o tres recuerdos que podría llevarme. Así que ya no voy a despedirme más.
Eso sí, a mi pesar me llevaré unos cuantos olores, y el zumbido de la pedrada aquella que me abolló el parietal derecho; el zumbido que no ha dejado de enloquecerme ni un segundo; el que algunas tardes se mezcla con el gusto herrumbroso de la sangre, que se pega al paladar.
Ya no quiero seguir demorando el momento. No quiero y eso es lo que más me cuesta. Llevo tres horas vestido y armado, he repetido cincuenta y dos veces las consignas y he comprobado de nuevo las conexiones. Saldré ahora mismo. Al mundo le quedan diecisiete minutos.