domingo, 16 de enero de 2011

La voz al teléfono

La voz al teléfono me dijo que se había derrumbado. “El corral de Fuente Fiesta se ha derrumbado”. ¿El corral? Pregunté por pura inercia. “Sí. El corral. El corral de tu padre. Bueno, tuyo. Se ha derrumbado”. Di las gracias por la información, mientras la voz mecánica precisaba “Como una bomba. Se ha derrumbado como si le hubieran puesto una bomba. Como si le hubiera caído una bomba desde el cielo.”

Pulsé en la pantalla dos veces y me senté. Me senté preocupado porque algo me decía que ese derrumbe debía provocar alguna reacción en mí, y no había ninguna. Era el corral de mi padre, el que me había dejado en herencia. Un corral sin uso; un corral de ganado, casi vacío y abandonado, situado al noroeste de la carretera que sube hacia el Teleno; un corral cerrado y que únicamente contenía una vieja cama de pastor derrengada, restos disecados de ramallo, de una poda sin fecha, algunas cuerdas podridas. Toda aquella nada caída. Pero la voz había dicho bien, el corral de mi padre. Me lo dejó, me lo regaló, pero nunca fue mío porque nunca volví a usarlo. Nunca desde hace muchos años. Tantos que ya no recuerdo exactamente cuántos. Pero ese corral siempre estuvo presente en los años que compartí con mi padre (durante una tormenta aterradora, en los fríos diciembres llenos de parideras y nieblas, en los merodeos de lobos invisibles, en los veranos de asfixiantes hedores a requesón rancio y abono en fermento). Cuando se cerró definitivamente el corral a mis sueños y mis enfados, el único que realmente lo padeció fue el Tigre, un mastín, que regresaba inútilmente hasta su puerta. Miraba triste aquel abandono y volvía a casa. Cuando un día no lo vimos volver, estuvimos seguros de que una edad completa había muerto, por simple abandono.

Mientras escribo esto, tengo la sensación insostenible de que el derrumbe de Fuente Fiesta ha sido el modo de despedirse definitivamente que ha tenido mi padre. Algo así como ese gesto fugaz de la mano que se alza un instante en algunos adioses. Me queda el recuerdo, claro; los recuerdos. Pero ya son de esa especie que no nos mantiene sino que nos arrastra. Es el recuerdo del tiempo que nos lleva, del tiempo y sus derrumbes. Mi esperanza la ocuparán ahora algunas zarzas y un bosquecillo de ortigas sobre la ruina de los sueños.

lunes, 3 de enero de 2011

Libro de Requiems. Mauricio Wiessenthal


Pues de un año a otro, me ha acompañado una de las lecturas más agradables que es posible tener entre manos. Este Libro de Requiems de Mauricio Wiessenthal es una auténtica delicia, un viaje intemporal por los lugares de nuestra cultura, muy ignorada, pese a su notoriedad y por los contenidos más sensibles, aquellos que nos hurtan los llamados medios de comunicación, auténticos púlpitos modernos al servicio del comercio libresco.
He tardado en descubrir este nombre y esta escritura, pero ha sido una delicia esa dilación. Ha sido una suerte cruzar con él en las manos este decenio, llevado por la lentitud, la lejanía y la suave melancolía de sus líneas.
Yo lo he disfrutado.

GENTE TRISTE

Hoy he sumado a este lugar el blog de Julia Díez Velázquez, GENTE TRISTE. Seguir la labor de Julia es una suerte y una labor muy grata. Gente triste, cómo ella dice, es una distinción, un honor que condecora a unos pocos que merecen ese calificativo y esa distinción en este mundo de alegría monstruosa, insensible e inútil.