La voz al teléfono me dijo que se había derrumbado. “El corral de Fuente Fiesta se ha derrumbado”. ¿El corral? Pregunté por pura inercia. “Sí. El corral. El corral de tu padre. Bueno, tuyo. Se ha derrumbado”. Di las gracias por la información, mientras la voz mecánica precisaba “Como una bomba. Se ha derrumbado como si le hubieran puesto una bomba. Como si le hubiera caído una bomba desde el cielo.”
Pulsé en la pantalla dos veces y me senté. Me senté preocupado porque algo me decía que ese derrumbe debía provocar alguna reacción en mí, y no había ninguna. Era el corral de mi padre, el que me había dejado en herencia. Un corral sin uso; un corral de ganado, casi vacío y abandonado, situado al noroeste de la carretera que sube hacia el Teleno; un corral cerrado y que únicamente contenía una vieja cama de pastor derrengada, restos disecados de ramallo, de una poda sin fecha, algunas cuerdas podridas. Toda aquella nada caída. Pero la voz había dicho bien, el corral de mi padre. Me lo dejó, me lo regaló, pero nunca fue mío porque nunca volví a usarlo. Nunca desde hace muchos años. Tantos que ya no recuerdo exactamente cuántos. Pero ese corral siempre estuvo presente en los años que compartí con mi padre (durante una tormenta aterradora, en los fríos diciembres llenos de parideras y nieblas, en los merodeos de lobos invisibles, en los veranos de asfixiantes hedores a requesón rancio y abono en fermento). Cuando se cerró definitivamente el corral a mis sueños y mis enfados, el único que realmente lo padeció fue el Tigre, un mastín, que regresaba inútilmente hasta su puerta. Miraba triste aquel abandono y volvía a casa. Cuando un día no lo vimos volver, estuvimos seguros de que una edad completa había muerto, por simple abandono.
Mientras escribo esto, tengo la sensación insostenible de que el derrumbe de Fuente Fiesta ha sido el modo de despedirse definitivamente que ha tenido mi padre. Algo así como ese gesto fugaz de la mano que se alza un instante en algunos adioses. Me queda el recuerdo, claro; los recuerdos. Pero ya son de esa especie que no nos mantiene sino que nos arrastra. Es el recuerdo del tiempo que nos lleva, del tiempo y sus derrumbes. Mi esperanza la ocuparán ahora algunas zarzas y un bosquecillo de ortigas sobre la ruina de los sueños.
3 comentarios:
¿Por qué lo dejaste caer?
¿Ves? Cuando quieres bien que lo haces. Así me gusta.
un bosquecillo de ortigas sobre las ruinas de los sueños... eso exactamente es lo que uno siente Avellaneda, cuando se le derrumban a veces los corrales de la infancia. Un beso Graciela
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