Hizo frío durante todo el día. Las bocanadas de aire que bajaban desde el Paso de la Yegua eran en las calles una sola ráfaga afilada, que impedía a los habitantes del pueblo las respiraciones largas. Hacia las cuatro de la tarde, cuando el sol se posó sobre la cima izquierda -la de los dos mil ciento setenta metros-, las plazas, las esquinas, los callejones se llenaron de remolinos helados, restos del último invierno más largo desde hace sesenta y tantos años. El pueblo entero se llenó de bufidos despiadados impropios de un abril mediado. Las chimeneas humeaban a las cinco de la tarde con penachos vacilantes que ascendían tímidos y enseguida se abatían en jirones lamiendo las tejas pesadamente. No había una sola puerta abierta. A las siete de la tarde, inesperadamente, densas nubes cenicientas se cernieron sobre los tejados y las techumbres de sobera. Todo el valle quedó sumido en la oscuridad. Cesó el viento y, tras las puertas, el silencio ocupó los espacios vacíos que dejaba la negritud.
6 comentarios:
Me hace pasar frío leerte.
Eso es un halago. Gracias.
Claro:)
Pues a mí esto me sabe a soledad rica, el frío, las puertas cerradas, la falta de respiraciones largas (siempre y cuando esa oscuridad termine a la mañana siguiente)...
También eso es un halago
Me alegra mucho que digas eso
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