lunes, 20 de agosto de 2012

EL POETA.


El poeta acaba de irse ¡Al fin! ¡Qué pesado y pedante es este hombre! Y qué perras coge últimamente con eso del tiempo, que si existe, que si no existe, que si existe pero como si no existiera, que si su existencia es una convención condicionante… Como si todos fuéramos tontos, como si nos supiéramos lo que es el tiempo. Una entelequia dice, una simple falacia abstractiva. Claro, hombre. Por eso se han forrado los relojeros, sobre todo  los suizos; por eso se hacen pelucos de oro y por eso lo primero para lo que sirve un móvil es para mirar la hora, por eso; por eso he perdido tantas veces el autobús y, por eso, a mí me descuentan parte del jornal por llegar tarde al trabajo. Por la puRa entelequia.
Además, cuando el poeta toma la palabra parece que desaparece el derecho universal a la réplica y al diálogo, no hay por donde colarle un digo yo. Y no solo porque emplee esos términos tan raros que usa, que en identificar cada palabra tardas una vida y nunca lo consigues. No. Es que además habla tan deprisa que no aparecen las pausas en la que meter baza. Y si aun así la metes, alza la voz un segundo antes de que te salga el aliento y ni te escuchas lo que ibas a decir y hasta te parece una incongruencia. ¿Nunca se le seca la garganta? Nunca. Debe de tener instalado el manantial de saliva junto al disparadero de palabras. No se le seca nunca. Ni cuando habla del pasado ni cuando del presente ni del futuro. El tiempo, en definitiva.  Ese concepto  tan sencillo y que en su boca se convierte en el lío de la Santísima Trinidad, uno y trino. El uno es él, que no calla y el que trina soy yo.
Y al final, lo de siempre, un puro ejercicio de resistencia porque nadie, excepto él, comprende que el pasado es una tradición que se debe superar mediante la demolición de los símbolos caducos; que  el futuro es la puerta a la melancolía que siempre nos devuelve al pasado que teñimos de memoria; y el presente… Si hasta va a resultar que yo no soy yo ni vivo aquí ni apoquino el vino que se acaba de beber y que yo tenía reservado para celebrar… lo que a mí me diera la gana de celebrar. ¡Nos ha jodido con el tiempo! ¡Nos ha jodido el vino con el discursito del tiempo!
Pero al fin se ha ido, se ha acabado la verborrea, justo al llegar a los posos de la última botella, y vuelvo a ser un individuo inculto y feliz, salvo por lo del vino, que no piensa en el tiempo ni percibe la música del universo ni disfruta de la esencial oralidad humana, que también debe de ser otra guarrería, ni me comprometo con el provenir ni nada de nada. Que soy un ser apoético, vamos. Pues lo seré, lo seré y punto. Sin embargo  esta ha sido la última vez que me llama tonto, aunque sea con palabras inmarcesibles o inefables – estas las he buscado en el diccionario y las uso porque no tendré otra oportunidad de endilgarlas-. Esta ha sido la última vez que me bebe el vino invocando la esencia dionisiaca del mundo, que tampoco sé qué es, pero que me da que la alusión a otro como él, ese tal dionisio, otro vividor, otro aprovechado, es la justa para liquidarme el moje con el que tanto le gusta atufarse.
 La próxima vez  le suelto un sopapo y me ahorro el tostón y el mal sabor de boca que siempre me deja el dichoso poeta.

2 comentarios:

Graciela L Arguello dijo...

¡¡¡¡Jajájá!!!! ¡¡¡No sé cómo lo lograste, pero casi me ha caído más simpático este inculto irreverente que el mismísimo poeta!!! Un beso Graciela

AVELLANEDA dijo...

Es fácil, este inculto irreverente soy yo. Un beso, Graciela