Doña Aurita, mi maestra, que era muy recta nos hizo llorar una tarde de nuestros siete años. Doña Aurita, mi maestra, que siempre nos hablaba dulcemente, en voz baja, nos gritó desaforada aquella tarde. Entre tanto grito, comprendimos que el motivo del enfado de doña Aurita, mi maestra, era que habíamos ofendido a Dios. Aunque yo no había visto nunca a Dios, lo había ofendido y esa posibilidad de ofender a alguien con tanto poder y sabiduría, y que estaba en todos los sitios, aunque yo no lo viera, me asustaba con una congoja que yo no era capaz de confesar a nadie. Aquella ofensa que según doña Aurita, que era mi maestra, yo había inferido no sólo había sido horrible, sino irreparable, porque yo no tenía ni idea de cuál había sido ni sabía qué había que hacer para borrarla. En casa andaba mohíno, con los amigos hablaba casi en secreto, como a punto de pasar definitivamente a la clandestinidad pecadora, recelaba de que alguien me pudiera señalar como el culpable de la tristeza de Dios, de la cólera de Dios, de la venganza de Dios.
El domingo de esa semana, el cura trajo la solución durante la misa. Todo había sido culpa de algunos chicos, cuyos nombres no se supieron nunca ni tampoco que yo estaba entre ellos, que habían pasado junto a la iglesia hablando fuerte. Pero Dios que era magnánimo y bueno, perdonaba aquella ofensa.
Yo llegué a varias conclusiones. Para ver a Dios o comunicarse con él había que ser cura o maestro. No se podía hablar a gritos cerca de una iglesia. Dios, cuando se enfadaba, se enfadaba con todos y te asustaba de manera mortal. Y por último, que yo era alguien importante, tanto que le di un quebradero de cabeza a Dios y que aquello pudo significar el fin del mundo. Y eso, a partes iguales, me producía susto y vanidad.
Si doña Aurita, que era mi maestra, viviera, sufriría de nuevo con pesadumbre y tristeza infinita al ver que yo, ayudado por los jubilados, pensionistas, enfermos, menesterosos, obreros sin cualificar, he sido el causante de la crisis económica mundial. Lo dicen los bancos, los mercados financieros, los corredores de bolsa, los multimillonarios, los grandes inversores, el banco central europeo, los lobbies, las multinacionales. Y esos lo saben, porque ven a la Economía y pueden hablar con ella. A mí sólo me queda, pedir perdón, pasar a la clandestinidad o apechugar y pagar esa crisis mundial que he causado. Los políticos, que son muy buenos, nos han prometido que por un poco más de sueldo, solucionarán esto en una docena de años, o tres, y que por un coste adicional de tocientosmillonesdeuros nos permitirán ver fútbol en la otra punta del mundo que eso es lo mejor para quitar las crisis. ¡Qué buenos e inteligentes son! Seguro que además ellos también ven a Dios y comentan con él. Espero que no les cuente lo mío.
¡Ay, si doña Aurita, mi maestra de los siete años, me viera! Diría, como don Jorge Luis, que soy incorregible.
4 comentarios:
Jajaja!!!! Estoy viendo a tu dulce maestra tronando al enterarse de que eras capaz (ya desde los 7 años) de cometer esa horrible falta de... de... de, .... (casi no me atrevo a decirlo)....¡¡¡hablar fuerte cerca de la Iglesia!!!!!
¿Nadie te había explicado que allí dios duerme la siesta, y no da para andar despertándolo tan irrespetuosamente?
¡Qué horror!!! No sé si será contagioso lo tuyo, de modo que si desaparezco por un tiempo, ya sabés la causa.¡¡¡No quiero aprender tus herejías!!!
Un beso Graciela
Qué nostálgica sonrisa en qué buen momento ha aparecido desde las primeras líneas...
Y qué magnífica sonrisa astuta ha aparecido con las últimas. Muchas, muchas gracias, por recordar mucho con unas pocas palabras.
Pues sí, ya ves, Graciela, de lo que yo he sido capaz sin casi perder los dientes de leche. Mi vida ha sido tremenda, primero hice temblar los pilares del templo y después he socavado los cimientos de la macroeconomía. Y si he reparado lo uno, bien podré con lo otro. Si antes no me queman por hereje. Pero eso seguro que ha sido porque yo no tenía un dios para mí y me apañaba con el de los demás.
Hola, Noe. Nunca me des las gracias por escribir, esto me gusta, tanto que a veces me tienta dejarlo, pero disfruto, lo confieso, y tú tienes mucha culpa en ello.
La de veces que me hicieron a mí, de chiquitín (y luego no tanto)otras doñas Auritas cargar con el pecado del mundo como si fuera Atlas, y pensando: "Si a mí me pasa esto, ¿cómo estarán todos esos dictadores, aseisinos y demás lindezas humanas?
Nunca lo entendí, y como extra viviendo con miedo en el cuerpo desde tan pequeños, para así tenernos aún más controlados.
Muy bien definido, Avellaneda, sí señor.
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