domingo, 28 de febrero de 2010

ANTES DEL RUMOR DEL VIENTO.

Fin.

Ya no está escrito en ningún sitio,

pero lo sé, hoy es antes de todo.

Antes del rumor del viento dormido

en tu pelo, antes de que tus labios

se despegaran en el borde justo

de un no sé que ya no recuerdo,

antes de que tus hombros señalasen

la dirección incierta

de tus pensamientos.

Fin.

Hoy es antes de todo eso

en un mundo viejo ,en singular,

en un manco mundo nuevo

y es, también, un qué más da,

y un eso es lo de menos.

No está escrito en ningún sitio,

pero lo sé hoy soy otra víctima

anónima de un amor muerto.

Y fin.

sábado, 27 de febrero de 2010

TE VI Y...

La primera vez que te vi no me di cuenta de que tenías las manos pequeñas. Es verdad, aquella vez sucedió así, casi sin mirarte. Como en esos repasos fugaces con que los ojos barren las imágenes de un panorama para no recordarlas. De esa primera vez conservo tu impresión desasosegante. Un perfil grabado en la retina que no se borró ni con el sueño de tres noches. Por ese contorno supe que tenías las manos pequeñas y que no era probable que llegaras a amarme.

Volví a mirarlas, mientras escribían no sé qué. Pequeñas e impacientes, asfixiaban al bolígrafo, lo exprimían, lo torturaban infatigables por una senda de trazos veloces, ajenos como las nubes del pasado verano. De pronto, se detenían a pensar y se agitaban. Inesperadamente, frotaban las yemas. La materia del pensamiento regresaba. Volvían a escribir.

Finalmente encontré una de tus manos durante un saludo, un apretón cortés, una presentación necesaria que me trajo la certeza de haber llegado a la frontera que nunca traspasaríamos. Creo que era la mano izquierda. La derecha estaba vendada. Recuerdo que se demoró algo más de lo necesario apretando mi mano. La falta de costumbre.

A partir de ahí tus manos desgranaron para mí el mejor repertorio de caricias que encontré por mis sueños. Las compuse y recompuse con tactos diferentes, con frías ternuras, con desleídas fragilidades. Repasando lentas un centímetro de piel. Traspasándome audaces. Sosteniéndome sensibles el mentón.

Te he visto de nuevo. Sé que esta será la última vez. Y no me duele no volver a verte ni el no poder decirte ya lo que hice por ti. Sólo me queda el pesar de no contemplar tus manos en este fragmento final, al desviar los ojos.

viernes, 26 de febrero de 2010

NO ME ENSEÑÉIS MÁS FOTOS

No me enseñéis más fotos.
Os lo vuelvo a decir porque nunca me hacéis caso. No me interesan si no estoy yo y no quiero verlas si estoy yo. No me gustan esas miserias del tiempo en que nada existe: sonrisas sin ruido, besos sin huella, lágrimas sin rumor, saltos sin caída.
No me enseñéis más fotos.
¿Acaso me empeño yo en mostraros los cipreses que nunca he visto? ¿o las huidas que no emprenderé? Todo está bien así. Perfectamente dispuesto en la geometría del fracaso.
No me enseñéis más fotos.
¿Para qué? Después siempre tendré que olvidarlas cuando anote otro chasco en la libreta de la gente que ya no he vuelto a ver. Debería haberla llamado libreta de los adioses pero resulta demasiado pomposo, y en las dimensiones de mi existencia es suficiente un nunca he vuelto a ver. Un adiós, todos los adioses, suceden siempre dos veces porque dejan un rastro de volador, de fuego de artificio que unas veces es de rojo rencor; otras, de morado odio; muchas, de blanco estupor; más, de un dolor infinito e ignorante del que debes desengancharte muy lentamente si no quieres colapsar el corazón.
No me enseñéis más fotos.
Ya tengo suficiente material para fabricar todas las soledades imaginables y no voy a perder un minuto. ¿Me apreciáis? De acuerdo, si es preciso que sucumbáis a la generosidad, a la piedad o a la simple fascinación de acercaros a mí porque no soy una compañía buena ni recomendable, adelante. Sentaos por ahí, hablad en voz baja de lo que os apetezca, acariciadme, dibujad en mi piel con el filo de vuestras uñas o con la brasa de las yemas, quedaos a la distancia en que el aliento cautiva y probad a adueñaros de mi sueño. Pero
no me enseñéis más fotos.
He anotado la última entrada en la libreta de la gente que ya no he vuelto a ver. A estas horas es probable que ya no esté para nadie.

martes, 23 de febrero de 2010

¡Que por qué comencé a escribir!

¡Que por qué comencé a escribir! Si me lo hubieran preguntado hace veinte años, habría contestado “yo que sé.” Diez años atrás o adelante la respuesta andaría porque “era la razón de mi vida” o por “no podía eludir las palabras, decirlas es lo que debía”.

Pero me lo preguntas hoy, precisamente hoy. Hoy que he doblado definitivamente la esquina y ya no tengo valor para mentirme. Me lo preguntas hoy y debo decirte que comencé a escribir porque hablar no se me daba bien, porque nadie me escuchaba, porque ni yo mismo me oía, porque mi mundo era tan insignificante que no merecía la compasión de los recuerdos que se prolongan toda la vida.

Empecé a construir una infancia con los retazos de lo que no tenía y una adolescencia interesante que oscilaba como todas entre muchos fracasos y algún acierto, magnificado, pero corto de alegría. Mi juventud dos o tres éxitos que con el tiempo me creería, una juventud magníficamente sombría.

Después los años echaron a correr por delante de mí y ya no se me borró esta expresión de asombro, de ir a rebufo de la vida. Y tarde, siempre tarde. Llegando a cada parte justo cuando otro que me sustituía, acababa de vivirla. Y oía que hablaban de mí y yo estaba en otra parte, en otro asunto. Simplemente, no estaba mientras la vida sucedía. Y noche tras noche volvía a inventarla, a traducir a la lengua de todos las horas perdidas y los gestos y los besos inexistentes y las caricias omitidas.

¡Que por qué comencé a escribir! Para vivir y tener derecho a contármelo y creerlo al pie de la letra, así, bien ordenados los afectos, los amigos, las intimidades, los leves fracasos, los deseos…, los deseos inconfesables y los otros, los no confesados. Para contarme cada noche esa historia que me cerraba tranquilamente los párpados, para sustituir la primera hora de cada mañana con los efectos de un nuevo relato. Y he doblado la esquina ¡Y me he contado tántos!

Ahora lo cuento porque ya da igual, me he descubierto el truco. Este negocio ya está desmantelado.

lunes, 22 de febrero de 2010

Un hombre feliz suplica a las tinieblas

Un pie tras otro y otro, otro y otro,

ya está.

Ha llegado puntualmente

un hombre.

Es la hora del abismo

feliz.

Ahueca las manos,

suplica.

Las dedos en su gurruño juegan

a las tinieblas

y se detienen donde el perfume

de los desvíos

rompe en espumas

sus filos

y los ángeles huecos penden

de sedas,

tramas letales del destino.

viernes, 19 de febrero de 2010

Dice Tomás Sánchez Santiago en el prólogo de “Mortajas”:

Hay una estirpe atroz de libros que llegan a las manos como llegaría a una taza de café una lágrima fulminante de cemento: lo seco flotando sobre lo amargo.”

Y esto es el comienzo de un impresionante prólogo al último libro en mano de Luis Miguel Rabanal. Y por no añadir aquí el resto del prólogo ni un amén, escribo la doble maravilla que supone cada libro de mi largamente admirado Luis Miguel Rabanal. Tan largamente como insuficientemente admirado. Y en esta última admiración cargo la cuenta de la amistad con que me honra. Lo que no dice Tomás Sánchez Santiago es que hay palabras como esta de “Mortajas” que sólo pueden ser de pueblo, y antiguas, palabras que casi sucumbieron hace dos generaciones, bueno, en mi tierra hace una porque aquí todo va más atrasado.

El libro. El libro que he pasado y repasado palabra a palabra ha sido mi delicia desde que lo recogí. Tanto que aunque me urgía yo mismo a terminar estas líneas, me hacía valedor de la simple disculpa: “Otra lectura. Sólo otra. Lo leo otra vez y ya, me pongo”. Y así, una tras otra, finalmente he conseguido agotar el plazo, los plazos. Hoy toca decir algo de “Mortajas”. Y, como siempre que esto ocurre, no es sencillo porque los poemas de Luis Miguel siempre me dejan con el aliento justo para la siguiente respiración, no para escribir.

Me parece que este poemario es como el repaso final de los paisajes esenciales del escritor, los de su infancia dejada, pensada, revivida y redimida: Ceide, el Ariego, la Piedra, Valdeluna, todo Olleir. Es una metáfora con frío de musgos que le sirve al poeta para maldecir las palabras, esas mismas palabras que dice para olvidar y cuyo destino es el de andar perennemente los pasos de un recuerdo preciso y amargo y muy tuyo y tan mío que no le encuentro los perfiles de la distancia poética ni de las vivencias embalsamadas en un tiempo que invade cada pausa, que habita cada cadencia.

Digo Llueve inmensamente

como en los días útiles.

Cuando el desamparo era inmisericorde

y te amaban sin fin.

Y al callarme únicamente siento que estas palabras que son mías las haya escrito Luis Miguel. Y únicamente siento que las dimensiones del placer y del dolor, de la alegría y de la amargura, en sus manos, son las rayitas de una regla escolar. Y la realidad es un centímetro de nuestra piel que mantiene los gozos más antiguos en el sitio del sufrir, o al revés.

Y sigo El era un niño que busca

en Montecorral su sombra.

Nueve ventanas para ella,

Ya está. A mí también se me acaba de caer todo el pasado encima o a lo mejor sólo los recuerdos que me brindaste.

Te reconozco en cada palabra, aunque estas vienen más desnudas, más exactas y feroces, como si nada importara después de haber sido dichas. La mot juste y tengo ante mí la declaración vital más poderosa que tiene la poesía de la herida inacabada que redacta Luis Miguel, poesía para olvidar, poesía para olvidar el valor despreciable de las palabras a la hora de expresar.

Y concluyo Nos quedan tantas cosas

por hacer, el contagio de mi voz

por su silencio.

Lo dicho, todo lo demás son palabras para olvidar.

miércoles, 17 de febrero de 2010

A TIENTAS


Te condeno a no medir en mis ojos

la profundidad de las miradas

con el palpitar lento de tu boca,

con el sabor y las benditas cegueras.

Tenías razón, al final, no me conoces,

no me verás tal como yo era,

únicamente real en el perfil

de la oscuridad, cuando llegabas

con tu frenesí de mareas antiguas.

Y ese yo se fue convirtiendo en este ahogado,

un residuo de las nieblas largamente paseadas;

azules, nieblas azules, devastadoras

de los filos cómplices que nos ganaron.

Te condeno, eternamente, a vagar

lejos de este glaucoma azul,

por los restos de los restos

de identidades anónimas.

Permanecerás en la frontera del rencor,

sin entrelazar los dedos en la humedad

cálida de mis yemas. Nunca. Nunca más.

Y tampoco te importará.


martes, 16 de febrero de 2010

Está decidido. Seré Nadie.

Por una de esas coincidencias a que te lleva el aburrimiento una tarde cualquiera, entré en un bar y, maquinalmente, pedí un café casi al tiempo que recordaba que en ese lugar había probado alguno de los peores bebedizos de mi vida. Puse fin al enojo con un suspiro y miré al televisor para no darle más vueltas a mi error. Mientras a mi lado toda la concurrencia se sorprendía viendo en el noticiero el avance de los teléfonos del futuro -promesas increíbles de la tecnología (inasible)- reunidos en una gran feria (presencial), yo me iba sintiendo más aterrorizado a medida que la noticia avanzaba. ¡Máquinas del infierno! Por la pantalla retroiluminada y totalmente plana del televisor asomaba un imbécil, spanglish él o inglisñol (no estoy seguro), que en tono divertido cantaba las alabanzas de aquel teléfono móvil, un celular del futuro más inmediato cuya singularidad consistía en detectar tu aspecto a través de una cámara de altísima sensibilidad y nosécuántospíxelesdedoblefunción, y analizar tu rostro sin importarle la guapeza o no, sino tu estrés, tu cague o tu confusión y comunicar al comunicante esos extremos de tu comportamiento. ¡Un maravilloso teléfono delator de terrores y de mentiras! Un artefacto capaz de delatarte a la policía si fuera, si es necesario. La parroquia aplaudía entusiasmada. Memos fanáticos de la tecnología que nos roba el mundo.

En plena euforia futurible, un autosatisfecho gringo calvorota, pasado de güisquis y de botellines de agua mineral, tomó la palabra como un predicador fané en plena histeria de mercadillo para hurgar en la herida que me había abierto y ahondar en la intimidación que me había aplastado contra la arista de la barra: en este modelo de teléfono estará toda vuestra vida. Es un álbum de fotos, de todas las fotos de vuestra existencia, y una oficina completa, para que no dejéis de trabajar en ningún sitio, a ninguna hora; es un bar seco, un punto de encuentro con tus amigos, hasta te permite visitar varios grupos de amigos a la vez. Con esta tecla accedes a tu red social a más velocidad que de ningún otro modo. Esta tecla te hace el rey del mundo, el ombligo del universo. Es la tecla del destino. Sin ella no existes. Simplemente no existes. Sin este móvil tú no serás nadie, tú no estarás en el mundo, nadie sabrá de ti. ¿Nadie? ¿Nadie? ¡Nadie! ¡Gracias, Dios, por haberme escuchado! A partir de julio no tendré teléfono móvil. Nunca tendré ese móvil.

Seré Nadie. Seré Nadie en ese mar de olvido, en esa antigua existencia humana, donde la gente se encuentra en la calle, se da la mano a los niños y a los recién conocidos, los amigos tosen a tu lado, las chicas tienen rasgos tan duros como sus mohínes y son inasequibles y nada neumáticas; donde las pieles transpiran si más, los ojos parpadean de pura necesidad y las mentiras no son instantáneamente detectables mediante un aura cromática.

Seré Nadie entre esas islas monstruosas llamadas Telefónica, Vodafone, en la isla de Sansung en el archipiélago Nokia y en todas las otras que me esperan con sus encantamientos a punto. Islas cuyo nombre repite una legión de sibilas con dos palmos de maquillaje y augures lampiños que repiten a seis palabras por segundo la melopea de la modernidad de turno. En algunas de esas islas olvidaré a mis amigos de carne y hueso tal como son; en otra, viviré un amor cautivo, sin tacto, peso, calor, aroma ni certeza de que quien dice es como dice. En otra, perderé mi tiempo en idas y venidas, en un trabajo inútil que no hace brotar plantas ni crecer animales. En otras y otras, perderé mi nombre y seré una identidad numérica residual o un seudónimo extraño concedido por combinación de posibilidades.

Estoy decidido. Seré Nadie. Regresaré a mi isla y prepararé los harapos para que no me vean recobrar el viejo arco. Y con el viejo arco…

viernes, 12 de febrero de 2010

NO SÉ, NO SÉ

Hoy sólo abro este blog para confesar que tantos días de silencio únicamente significan que no sé qué decir, o escribir. Por supuesto, eso no es ninguna desgracia, más bien creo que es una bendición. Pero como supongo que alguien sigue asomándose por aquí, no me parece justo dar pábulo a cualquier expectativa. Esto no es un lamento ni una búsqueda de palmadas. Es un aviso de que no sé qué haré en lo sucesivo. No es un adiós porque siempre se me dieron mal las despedidas y no estoy seguro de que esto lo sea. Espero que os vaya bien amigos.